domingo, 24 de octubre de 2010

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A la penunmbra de la noche se quedó esperando aquellos pasos que un día se fueron. Su alocada melena se posaba en el sofá mientras sus ojos grises observaban la televisión apagada. La mesa principal del salón estaba cubierta de pequeñas novelas y libros de bolsillo que hacían pensar que tenía una mente soñadora, debajo de estos, capas de polvo que demostraban que las mentes soñadoras también suelen ser a la vez descuidadas. La ventana abierta hacía ondear las cortinas blancas, dejando pasar la luz de la luna a pequeños destellos. Ese mismo viento alborotado hizo que varios folios escritos con mil historias sin acabar terminasen en el suelo. Sabía perfectamente que podía dormirse, que esa noche al igual que la anterior la iba a pasar sola. Era muy cosciente de que no escucharía el crujir de la escalera a las puertas de la casa, pero aún así confiaba que estando despierta tenía más posibilidad de escuchar el menor ruido, que dormida.

Crujieron pasos, y sorprendida se levanto del sofá. Cerró la ventana con cuidado, colocó las cortinas a un lado, invitando a la luna a dar luz al salón. Se agachó, ordenó los folios esparcidos por el suelo, se recogió el pelo y esperó junto al marco de la puerta. No había ninguna duda, era él. Sus pisadas eran inconfundibles, pausadas, como anunciando su llegada. Se escuchó el ruido del peso de una maleta contra el suelo y a su vez el pequeño tintinear de unas llaves. Estaba al otro lado de la puerta, por fin. La luz que entraba por la ventana, iluminó su rostro. Los mismos ojos, la misma sonrisa. Sobre aquellos libros tazas de café recién hecho, para una noche que se presentaba larga, porque para cuando la luna decidiera marcharse para dejarle paso al sol, quizás él ya se habrá ido.

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