jueves, 9 de diciembre de 2010

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Y mientras el otoño besaba dulcemente los suelos por los que pisabas, con sus hojas de colores oscuros, y a su vez abrazaba la escena con un viento helado que hacía surgir el deseo de un café caliente, yo al mismo tiempo reconstruía en la mayor medida de lo posible los trozos de un corazón quebrado, que no sólo había quedado roto si no también esparcido, por los lugares en los que aquellos días perdimos nuestro tiempo. Y cuando creí encontrar cada una de las piezas y resurgir lo que fue un corazón inocente y novato, me hallé ante la desesperanza  de ver un  hueco que declaraba la falta de una pequeña pieza, no por ello insignificante. Busqué hasta que el Otoño decidió abandonarme sin avisar, y entonces caí, mis ojos se abrieron y ante mí encontré la única solución posible a ese vacío. Podía pasarme un invierno amargo de búsqueda infinita de aquella pieza no encontrada, viendo rezagada caer los pequeños copos de nieve, en vez de saborear el paisaje y resbalarme con el hielo de las aceras congeladas, buscando a su vez alguna explicación que pudiese demostrarme el por qué. O también podía, seguir adelante, con la posibilidad de no poder curar nunca dicha herida, dejando de este modo de perder el tiempo en solucionar quizás algo imposible... Y así sobreviví a un invierno de guantes de lana y chocolate caliente. De vez en cuando la herida me avisaba de un pequeño dolor, pero fue algo que pude llegar a soportar. Cuando el fundir de la nieve llegó con un sol tenue, aquella capa blanquecina del suelo se convirtió en agua, que se fue por las alcantarillas de las calles, como mi recuerdo y mi dolor causado por aquella herida, seguramente ya cerrada. Y aprendí que, el que espera desespera y el que nunca a de esperar, encuentra siempre el camino... que en fondo quiso encontrar.

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